Recuerdos infantiles de Churriana

Por Dolores Villena Torres

Hay vivencias de la vida de una niña que permanecen inalterables en la memoria. A este hecho ayudan una casa grande con habitaciones llenas de secretos, un patio repleto de todo tipo de tiestos con flores, una conejera pequeña de las que mi abuelo nos daba una cría cuando volvíamos a casa, un gallinero adonde entrábamos sigilosos y emocionados a rebuscar entre las pajas y descubrir tibios y preciosos huevos, un durazno que prometía pequeños y dulces frutos, una cocina grande adonde mi abuela batía la nata de las vacas de mi abuelo hasta convertirla en deliciosa mantequilla y que nosotros esperábamos impacientes para untarla en una rebanada crujiente.

Fotografía de la plaza de la Inmaculada
Fotografía de la plaza de la Inmaculada

Todas estas experiencias mágicas para una niña no hubieran sido posibles sin la presencia de unos abuelos cariñosos y, sobre todo de mi tía Isabel que, con su frescura, desparpajo y simpatía nos deparaba las más increíbles vivencias. Ella tenía amigos en todas partes, era muy querida en Churriana.

Varias veces nos llevó a mis hermanos y a mí a ver a su amigo vasco a la finca El Carambuco. Volvíamos a casa con las manos llenas de nueces de sus nogales centenarios, algún que otro aguacate y manojos de fragantes flores llamadas palmiras, hoy día frecsias.

También era mi tía amiga de Don Gerardo, como llamaban en Churriana a Gerald Brenan, artífice de reuniones intelectuales, con invitados como Moreno Villa, el propio Julio Caro Baroja y otros más exóticos como Hemingway o Virginia Wolf.

Nos contaba además mi tía, sus recuerdos de Antonio el Francés, con un apellido para ella impronunciable. Era piloto y se hospedaba en la Fonda Casa Ramón. Generoso como era, traía en su avión queso y dátiles e invitaba a todo el mundo.

Esto nos lo contaba por el paseo que iba desde la Fonda hasta donde podíamos ver los aviones. Siempre saludaba mi tía a todos y nos presentaba orgullosa. Éramos recompensados con gruesas cañas de azúcar, cañadú. Cuando llegábamos a casa, nos la partía en forma de bastoncitos y los masticábamos y los chupábamos, hasta notar el bamboleo del líquido en el estómago y, ya llenos y felices, proseguíamos nuestros juegos.

Pasados algunos años, mi tía Isabel nos regaló un libro fantástico, El Principito, escrito por aquel francés tan amable con la gente de Churriana.

Ese libro lo releí mucho después y lo utilicé en mi vida profesional como maestra y fue entonces cuando descubrí su increíble filosofía.

Casualidades o causalidades de la vida, cuando muchos años después visitamos la Finca El Carambuco para celebrar la boda de nuestra hija, todos esos recuerdos de mi infancia afloraron y sentí una nostalgia infinita y una inmensa ternura al ver cómo se cerraba el círculo de recuerdos felices con la gran alegría de poder celebrar en ese lugar tan especial la boda de nuestra hija.

Artículo elaborado por Dolores Villena Torres, nieta de Antonio Torres y sobrina de Isabel Torres.