Huerta Platero

Por Dori Agudo Pérez

Fue en El Orbeón, en aquellos años, entre los 60 y 70, en los que los niños aún jugábamos en la calle con amigos y vecinos, con “la cabeza levantada” y hablándonos a la cara.

Al bajar la que después se llamó avenida San Javier, las calles de la izquierda terminaban en un viejo muro de piedra, frontera entre las casas matas del barrio y un mundo misterioso de abundante vegetación y altos árboles.

Fotografía de la Huerta Platero
Fotografía de la Huerta Platero

Acerca de aquel exuberante bosque corría de boca en boca, entre los compañeros de juegos, una leyenda: estaba custodiado por una vieja bruja y un gran ogro, los cuales se encargaban de mantener alejados a los extraños.

A pesar del miedo que esta historia podía despertar entre nosotros, lo cierto es que la curiosidad y la atracción que el lugar ejercía, tenían mucho más poder sobre todos.

Supimos que, unas calles más abajo, el muro, vencido por los años, había derramado sobre el suelo algunas de sus piedras, dejando abierto un paso por el que acceder al mágico bosque.

Algún sábado por la mañana, que no teníamos que ir al cole, o alguna tarde después de merendar, un grupo de niños y niñas de distintas edades hacíamos pequeñas incursiones para explorar aquel paraje, pero siempre a poca distancia del muro, para así poder encontrar la salida con facilidad en caso de que aparecieran la bruja o el ogro.

En una de esas ocasiones nos atrevimos a adentrarnos un poco más en lo que en realidad parecía un inmenso jardín abandonado y devorado por la maleza o, quizá, embrujado por algún diabólico hechizo de la bruja malvada.

Entre la espesura descubrimos una gran jaula en la que imaginamos, años atrás, pudo albergar monos tití. Entramos en ella y simulamos ser macacos imitando sus gritos.

¡Demasiado ruido! Nuestras voces divertidas resonaban entre los árboles sin acordarnos de los monstruos guardianes. Cuando nos dimos cuenta del error ya nos habían visto y se dirigían hacia nosotros aullando.

Salimos despavoridos de la jaula y corrimos muertos de miedo, sin mirar atrás, en busca de la salida, hasta encontrarnos seguros.

Nunca más nos atrevimos a traspasar los límites de aquel lugar prohibido. Crecimos y seguían cayendo las piedras del muro como los granos de arena de un reloj. La bruja y el ogro resultaron ser una viuda y su hijo, que se ganaban la vida como guardeses de la finca.

Éramos adolescentes cuando se iniciaba la nueva década: ¡Los 80!

Grandes máquinas, símbolos de prosperidad y modernidad aparecieron rugiendo como verdaderos monstruos, acompañadas de un ejército de trabajadores, que acabaron de derribar el viejo muro que preservaba la intimidad y la fascinación de aquel universo de otro tiempo.

Los días se sucedían y los majestuosos árboles caían sin piedad, dejando a la vista dos grandes construcciones, desoladores reflejos de un, otrora, glorioso esplendor.

Un gran palacete de estilo neoclásico, con un bonito frontón central culminando su fachada, que había perdido su cubierta y su interior consumidos por varios incendios y el abandono.

El segundo edificio, de sólida construcción, acogió las caballerizas y las viviendas de los sirvientes de aquella señorial propiedad.

Al parecer, la villa perteneció a Rodrigo Pacheco, reputado platero de tiempos pasados (finales siglo XIX principios del XX), profesión por la cual la quinta recibió el nombre de Huerta Platero. En ella un joven Pablo Ruíz Picasso pudo pasar algún que otro verano, ya que Rodrigo fue el padrino de su padre, José Ruíz y Blasco.

Son “Arquitectorias” de una Joya Malagueña. “Arquitectorias” de una niña que fue y quedó dormida en el baúl de los recuerdos. “Arquitectorias” de un pasado para un futuro ya presente.